Desentrañar la historia que encierra la fotografía: nuevo reto en el Taller de Relatos Cotos de la Biblioteca
fot. Mariano Gimeno Machetti |
CLAN DE NAVAJAS
Sólo
podía quedar uno y así fue. Por fin Raimundo era el capo del clan después de
haber sido testigo visual de muchos enfrentamientos entre generaciones y de
muchas humillaciones familiares. Ahora la gran pregunta era, ¿por cuántos años
reinaría?
A día
de hoy, todavía recuerdo la foto de la previa en la que todos afilaban de forma
concienzuda sus navajas hasta convertirlas en auténticos espejos relucientes,
dejando las hojas casi al trasluz. Los novatos que documentaron su mayoría de
edad, situados al fondo del salón, esbozaban la sonrisa nerviosa de un incierto
duelo aún por sortear, una sonrisa casi idiota que apenas dejaba ver el esmalte
de sus incisivos. Era su bautizo armero. Por el contrario, los veteranos
mantenían un rictus serio y concentrado en un primer plano de la instantánea,
sabiendo de la importancia del evento. Manejaban con precisión milimétrica y
plena seguridad los 50 centímetros de acero artesanado en horas de soledad en
el taller.
Román
era el vigente jefe del clan, privilegio fruto de la maestría esgrimida en el
último enfrentamiento del año anterior con el difunto Perico. “¿A ver quién
tiene güevos de destronarme este año? –se decía al compás del zas, zas, zas,…
del vaivén de la hoja al pasar por la piedra de afilar.”
A mí
siempre me dio miedo ese ogro, con su mirada cruzada desde los pétreos
prismáticos perforadores de intimidación. Sus rudas manos peludas de gruesos y
recortados apéndices me secuenciaban pasajes de “El estrángulador de Bostón”, y
tuve alguna pesadilla, no con la película sino con Román. Definitivamente, no
era de mi agrado. Por el contrario, Tomás, el fornido mozalbete de la camisa
blanca, siempre me gustó, incluso llegué a sentir algún cosquilleo por él durante
meses. Era bien distinto, fuerte y viril, pero a su vez tierno y sensible. No
me extraña que otras tantas chicas del pueblo se enamoraran como yo, aunque
todas desde el anonimato, pues sus auténticas novias eran las navajas, algo
obsesivo entre los hombres de Villavaliente.
Los
enfrentamientos comenzaron cuando el sol brillaba en el cénit. Todos eran
diestros en el arte de la navaja pero tan sólo irían sobreviviendo los mejores,
al más puro estilo darwiniano. Nadie desconocía las consecuencias de tener
algún despiste y así eran asumidas también por sus esposas. El resultado
marcaría incluso la honra familiar. Uno tras otro se sucedían de forma
trepidante. El estrés y la tensión se reflejaban en los regueros de sudor que
les caían por las sienes y en sus miradas desorbitadas.
Muy a
mi pesar, Román llegó al desenlace final, y todo hacía presagiar que habría que
someterse otro año más al yugo de su hegemonía, de su tirana dictadura. Pero
Raimundo estuvo diestro y concentrado durante todo el envite mientras que un
imprevisto corte en la zurda del “Estrangulador” ralentizo sus movimientos
circulares. El recuento fue contundente,
Román 43, Raimundo 57. Había ganado la bisoñez por KO técnico.
-Este
año no pelo una más. Aquí me las den todas como al alcalde de Zalamea ¡Mira que
son torpes pelando! – se pavoneaba Raimundo a carcajadas en la plaza entre
pensamientos de celos y odio ajeno.
Jesús
fot. Mariano Gimeno Machetti |
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