El ritmo, protagonista en esta nueva sesión del Taller de Relatos Cortos que Mariano Gimeno Machetti imparte en la Biblioteca
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fot. Inn-Ocent |
Vía Crucis.
Había salido de su casa con
la vestimenta adecuada a la aprobación materna. En su bolso bandolera, ocultos,
la minifalda y el jersey de canalé amarillo y ceñido que repondría en cuanto
llegase a casa de la amiga que le
aguardaba.
La mudanza de su familia a
aquél barrio, todavía en construcción, era reciente. Al otro lado del puente
quedaba su infancia.
Este otro puente que tenía
que atravesar cada día, aunque también era de piedra, carecía de las hermosas
estatuas de los ángeles que custodiaban el paso seguro de los viandantes.
Caminaba deprisa, como
siempre, acelerando el paso al llegar a aquél tramo de esa calle interminable.
No había forma de soslayar su presencia a la mirada de los obreros que
trajinaban en lo alto de sus andamios, ni evitar oír las soeces palabras que a
modo de piropos le llovían desde las alturas.
Su ánimo se iba
descomponiendo, se le atragantaba la rabia y el rubor de su rostro iba en
aumento. Era su vía crucis particular. Al otro lado de la calle quedaba
solitaria la entrada al Templete, y el callejón lateral empedrado con resbaladizas
piedras que atajarían el camino hacia el
puente de madera y la vieja estación de trenes de cercanías. Allí el trasiego
de personas era mayor y podría pasar inadvertida. Pero acabó descartándolo. “A
la vuelta”, se dijo
El anteriormente rio
caudaloso que ocasionara aquella desventurada riada era ahora apenas un arroyo
que serpenteaba difícilmente entre las piedras y los matojos de su cauce.
Con la vista al frente se
mantuvo ignorante del grupito de adolescentes que se le iban aproximando. La acera ahora parecía incapaz de
cobijarlos a todos. Ninguno cedió un paso, así que el encontronazo se
haría evidente en pocos metros. Ella
sabía lo que le esperaba. En unos instantes se vio rodeada por aquellos cinco chavales que aprovecharon
la confusión para deslizar sus manos ávidas y toquetearla sin pudor. Vio sus risas y sus gestos al cercarla.
Armándose de su invisible
armadura y uñas de acero, a manotazos
logró atravesar el círculo que le cortaba el paso. Siempre rumiaba situaciones
de venganza, ideaba armas ocultas bajo sus ropas que sirvieran de cepo y escarmiento
a los dedos ágiles de aquellos odiosos gamberros.
A la carrera inició la
retirada, seguida de cerca por los
chavales que estaban disfrutando de lo lindo, mientras ella intentaba
recomponer su falda, su blusa y su dignidad. Dejó todo sentimiento de venganza
aparcado al llegar al portón del Templete.
“Me acojo a sagrado, musitó para sí, mientras
recobraba el aliento y encaraba a sus perseguidores.
Nani
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fot. Kylie Woon |
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