Nuevo relato corto fabricado para el Taller de escritura de la Biblioteca de Tabaiba
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Fot. Muhammed Faread |
Por fin...
Su aliento era entrecortado. Con dificultad, logro
someter el estrés acumulado. La imprevista levedad de la luz solar le dio un
respiro a la tensión vivida. Pensó, por unos instantes, intentar descubrir la
causa de aquella impredecible huida. Tampoco renunciaba a descubrir por qué, de
pronto, sus desconocidos acosadores desaparecieron.
Era una luminosa tarde de diciembre. Armenio salió a la
calle por primera vez. Sus diez años y medio – de vida y de ceguera –, habían
sido un calvario incierto. Todo lo que sus ojos observaban era nuevo. Tenía que
percibir, interpretar y aprender las realidades que su vista le enviaba al
cerebro.
No era para menos la alegría que su familia mostraba.
Pero en aquellos momentos – de júbilo continuado – algo hizo que su gesto
pasara de la satisfacción incontrolada a la imprevista sorpresa. En la mirada a
los suyos había logrado asociar sus voces a sus cuerpos y rostros, en un
aprendizaje vertiginoso. Sin embargo, no entendía porque algunas formas
irreconocibles les seguían con cadencia, en una métrica ajustada al ritmo de la
divertida marcha del grupo.
En su mente se mezclaban las conversaciones de su familia
con los silencios de las siluetas. Descubrió que esas manchas danzaban al
compás de sus hermanas. Los planos de unas y otras no eran los mismos. Pero las
pausas y avances iban a la par. De pronto, el tropiezo y caída de su hermana
María ocultó una de las siluetas. Era extraño. Incluso al ayudarle a
incorporarse le hizo percatarse, que tras el, otra imagen se movía y ocultaba.
Al doblar la esquina de la manzana no evitó la presencia
obsesiva de las formas que les seguían y que a la derecha de sus cuerpos, se
proyectaban sobre las fachadas de los edificios, y se reflejaban en los
cristales de los escaparates.
Un nuevo giro a la derecha, en el siguiente vértice le
permitió ver ante si las siluetas proyectadas sobre la grisácea loseta
hidráulica de la acera. Allí estaban, permanentes en la derrota. Solo que ahora
eran presagio de sus inmediatos pasos.
De pronto, el sol, sin apenas previsión, sorpresivamente
para su percepción, se fue ocultando. El color rojo del vestido de María perdió
intensidad. Las aceras extremaron su tono oscuro. El asfalto se hizo antracita.
El brillo de la pulsera de su madre declinó su fulgor. Las luces de los
semáforos se apreciaban mejor. Los autos encendían paulatinamente sus faros. En
los báculos del alumbrado led fueron encendiendo sus lámparas. La tarde de
invierno se echaba sobre el barrio.
Miguel Ángel
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fot. Niall McDiarmid |
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